viernes, julio 08, 2005

El reloj de cocina

de Wolfgang Borchert*
(Traducción de Sandra De Falco)

Lo vieron acercarse de lejos, porque llamaba la atención. Tenía una cara muy vieja, pero por cómo caminaba se veía que recién tenía veinte años. Se sentó en el banco junto a ellos con su cara vieja. Y luego les mostró lo que traía en la mano.
-Éste era nuestro reloj de cocina -y miró a cada uno de los que estaban sentados en el banco al sol-. Sí, lo encontré. Se salvó.
Sostenía un reloj de cocina blanco y redondo y tocó suavemente con el dedo los números pintados de azul.
-Ya no tiene ningún valor -se disculpó-, también lo sé. Y tampoco es particularmente lindo. Es sólo como un plato, de loza blanca. Pero los números azules se ven tan bonitos, me parece. Las agujas son sólo de lata. Y tampoco funcionan más. No. En el interior está roto, eso se ve. Pero luce como siempre. Aún cuando no funciona.
Con el índice hizo un cuidadoso círculo recorriendo el borde del plato. Y dijo en voz baja: "se salvó".
Los que estaban sentados en el banco no lo miraron. Uno miraba sus zapatos y la mujer a su cochecito de bebé.
Después alguien dijo:
-¿Usted perdió todo?
-Sí, sí -respondió él sin tristeza-, imagínese, ¡Absolutamente todo! Sólo quedó esto.
Y alzó de nuevo el reloj, como si los otros aún no lo hubieran visto.
-Pero ya no funciona -dijo la mujer.
-No, no, eso no. Está roto, lo sé muy bien. Pero si no, está como siempre: blanco y azul.
Y de nuevo les muestra su reloj.
-Y lo más lindo -continuó exaltado-, eso aún no se los conté. Lo mas lindo viene ahora: imagínense, se paró a las dos y media. Exactamente a las dos y media. Imagínense.
-Seguramente su casa habría sido impactada a las dos y media -dijo el hombre con una mueca-. Eso ya lo escuché muchas veces. Cuando las bombas caen, se detienen los relojes. Es por la presión.
Miró su reloj y sacudió pensativo la cabeza.
-No estimado señor, no, ahí se equivoca. Esto no tiene nada que ver con las bombas. Usted no tiene que hablar siempre de las bombas. No. A las dos y media era todo otra cosa, eso usted no lo sabe. Precisamente esa es la gracia, que se paró justo a las dos y media. Y no a las cuatro y cuarto o a las siete. A las dos y media volvía yo siempre a casa. De noche, me refiero. Casi siempre a las dos y media. Esa es la gracia.
Miró a los otros, pero ellos apartaron sus ojos de él. No los encontró. Entonces se dirigió a su reloj:
-Naturalmente tenía hambre, ¿no es cierto? Iba siempre directo a la cocina. Ahí era casi siempre las dos y media. Y después, después venía mi madre. Por más despacio que abriera la puerta, ella siempre me escuchaba. Y cuando yo buscaba a ciegas algo para comer en la cocina, repentinamente se encendía la luz. Ahí estaba ella parada con su saco de lana y su bufanda roja. Y descalza. Siempre descalza. Y encima nuestra cocina era de baldosas. Y entrecerraba los ojos, porque la luz era muy clara. Porque ella había estado durmiendo. Era bien de noche. "Otra vez tan tarde", decía entonces. No decía nada más. Sólo: "¿Otra vez tan tarde?" Y después me calentaba la cena, y miraba como yo comía. En esos momentos siempre se frotaba los pies entre sí, porque las baldosas estaban muy frías. Zapatos no se ponía nunca de noche. Y siempre se quedaba conmigo lo necesario, hasta que terminara. Y cuando encendía la luz de mi habitación aún la escuchaba guardar los platos. Cada noche era así. Y casi siempre a las dos y media. Yo daba por supuesto que ella a las dos y media de la noche me preparaba la comida en la cocina. Lo daba por supuesto. Siempre lo hacía. Y nunca dijo nada más que: "¿Otra vez tan tarde?" Pero eso lo decía cada vez. Y yo pensaba, esto no puede acabar nunca. Lo daba por supuesto. Que todo haya sido siempre así.
En el banco hubo un largo silencio. Después dijo él en voz baja:
-¿Y ahora?
Miró a los otros. Pero no los encontró. Dijo suavemente al reloj en su cara redonda, blanca y azul
-Ahora, ahora sé, que eso era el paraíso. El verdadero paraíso.
En el banco había un gran silencio. Entonces preguntó la mujer
-¿Y su familia?
Él sonrió turbado
-Ah, ¿se refiere a mis padres? Si, ellos también se fueron. Todo se fue. Todo, imagínese. Todo.
Él les sonrió turbado, uno a uno. Pero ellos no lo miraron.
Entonces levantó otra vez el reloj y rió. Y rió:
-Sólo ésto acá. Esto quedó. Y lo mas lindo es que se paró exactamente a las dos y media. Exactamente a las dos y media.
Después no dijo nada más. Pero tenía una cara muy vieja. Y el hombre que estaba sentado al lado suyo miraba sus zapatos. Pero no los veía. Él pensaba constantemente en la palabra paraíso.





(*) Wolfgang Borchert.
Nació el 21/5/1921 en Hamburgo y murió el 20/11/1947 en Basilea, el "poeta de una generación traicionada" fue primero librero, y luego actor. A los veinte años, en 1941, fue reclutado y enviado a Rusia, donde lo hirieron gravemente. Ese mismo año lo encarcelaron por primera vez y se le sentenció a muerte debido a unas cartas consideradas subversivas, donde había expresado sus opiniones sobre Hitler y la guerra. Tras medio año quedó absuelto. Pero ese dictamen significó volver al frente, a Rusia, a pesar de que se encontraba enfermo y débil. Al no poder combatir, fue enviado de regreso a Alemania, considerado un inútil. Durante un corto tiempo trabajó haciendo parodias en cabarets de Hamburgo. Poco antes de terminar la guerra volvieron a apresarlo, en esta ocasión por contar chistes políticos. Regresó a prisión, ahora en Berlín, ciudad que soportaba constantes bombardeos. En 1945 volvió a casa de sus padres, en su ciudad natal, donde padeció los estragos del hambre y el frío. Unos amigos le ayudaron para que se trasladara, en septiembre de 1947, a un hospital de Basilea, Suiza. Allí permaneció hasta el día de su muerte, un par de meses más tarde. En los últimos meses de su corta vida Borchert escribió numerosos relatos, poemas y un drama titulado Draussen vor der Tür (Afuera, ante la puerta), estrenado un día después de su muerte. Es uno de los escritores representativos de la "literatura de escombros", en la Alemania de posguerra. Su biógrafo Peter Rühmkorf considera la obra de Borchert un potente grito, un grito de deseo, de tormento, de bienaventuranza, de desesperación. Todo estaba contenido en ese grito, todo aquello que sólo puede existir en una vida joven. Él insistía en confesar la verdad, en el desengaño de la mentira. La vida de este autor la resumió el afamado escritor alemán Heinrich Böll de la siguiente manera: "Wolfgang Borchert tenía 18 años cuando estalló la guerra y 24 cuando terminó. La guerra y la cárcel habían destruido su alma; lo demás lo hicieron el hambre y los años de la posguerra. Murió cuando apenas tenía 26 años. Dos años le quedaron para dedicarse a escribir y durante ese lapso escribió como alguien que vive en la carrera con la muerte. Borchert disponía de poco tiempo y lo sabía".

miércoles, julio 06, 2005

Demasiado caro

León Tolstoi
Relato verídico (inspirado en Maupassant)

Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecillo, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.
Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecillo tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecillo no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecillo. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecillo de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.
Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecillo de Mónaco sabe que eso no está bien; pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese reyecillo. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había sucedido allí tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecillo. Este meditó largo rato. ¡Dieciséis mil francos! "¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían sublevarse", dijo. Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El Gobierno italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato; pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no valía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la forma de arreglar esto de una manera más económica. Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario. Llamaron al general. "¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les enseña." El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. "No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido", dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un Comité, una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto. El reyecillo se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un guardia.
Este vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina al palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el reyecillo hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecillo llamó a sus ministros: "Buscad el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta demasiado caro", les dijo. Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo: "Señores, creo que hay que suprimir al guardián". "El criminal se escaparía", replicó otro. "Si se escapa, ¡al diablo!" Informaron al rey. Este se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría. Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina del palacio en solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Al día siguiente pasó lo mismo. Salía a buscar la comida; pero no se escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo llamó. "¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le parecerá mal". "No le parecerá mal; pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que me vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme", replicó el criminal.
De nuevo celebraron el Consejo. ¿Qué hacer? ¡qué solución tomar? El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al reyecillo. "¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea", dijo éste. Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron. "bueno; si me pagan puntualmente, me iré".
Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecillo. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz. En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.
Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.

domingo, abril 24, 2005

The Raven

Edgar Allan Poe




Once upon a midnight dreary, while I pondered, weak and weary,
Over many a quaint and curious volume of forgotten lore--
While I nodded, nearly napping, suddenly there came a tapping,
As of some one gently rapping, rapping at my chamber door.
" 'Tis some visitor," I muttered, "tapping at my chamber door--
Only this and nothing more."
Ah, distinctly I remember it was in the bleak December,
And each separate dying ember wrought its ghost upon the floor.
Eagerly I wished the morrow; -- vainly I had sought to borrow
From my books surcease of sorrow-- sorrow for the lost Lenore--
For the rare and radiant maiden whom the angels name Lenore--
Nameless here for evermore.
And the silken sad uncertain rustling of each purple curtain
Thrilled me-- filled me with fantastic terrors never felt before;
So that now, to still the beating of my heart, I stood repeating:
" 'Tis some visitor entreating entrance at my chamber door--
Some late visitor entreating entrance at my chamber door;
This it is and nothing more."
Presently my soul grew stronger; hesitating then no longer,
"Sir," said I, "or Madam, truly your forgiveness I implore;
But the fact is I was napping, and so gently you came rapping,
And so faintly you came tapping, tapping at my chamber door,
That I scarce was sure I heard you"--here I opened wide the door;--
Darkness there and nothing more.
Deep into that darkness peering, long I stood there wondering, fearing,
Doubting, dreaming dreams no mortals ever dared to dream before;
But the silence was unbroken, and the stillness gave no token,
And the only word there spoken was the whispered word, "Lenore!"
This I whispered, and an echo murmured back the word, "Lenore!"--
Merely this and nothing more.
Back into the chamber turning, all my soul within me burning,
Soon again I heard a tapping something louder than before.
"Surely," said I, "surely that is something at my window lattice;
Let me see, then, what thereat is, and this mystery explore--
Let my heart be still a moment, and this mystery explore;--
'Tis the wind and nothing more.
Open here I flung the shutter, when, with many a flirt and flutter,
In there stepped a stately Raven of the saintly days of yore.
Not the least obeisance made he; not a minute stopped or stayed he,
But, with mien of lord or lady, perched above my chamber door--
Perched upon a bust of Pallas just above my chamber door--
Perched, and sat, and nothing more.
Then this ebony bird beguiling my sad fancy into smiling,
By the grave and stern decorum of the countenance it wore,
"Though thy crest be shorn and shaven, thou," I said, "art sure no craven,
Ghastly grim and ancient Raven wandering from the Nightly shore--
Tell me what thy lordly name is on the Night's Plutonian shore!"
Quoth the Raven, "Nevermore."
Much I marvelled this ungainly fowl to hear discourse so plainly,
Though its answer little meaning--little relevancy bore;
For we cannot help agreeing that no living human being
Ever yet blessed with seeing bird above his chamber door,
Bird or beast upon the sculptured bust above his chamber door,
With such a name as "Nevermore."
But the Raven, sitting lonely on that placid bust, spoke only
That one word, as if his soul in that one word he did outpour.
Nothing farther then he uttered; not a feather then he fluttered--
Till I scarcely more than muttered: "Other friends have flown before--
On the morrow he will leave me as my Hopes have flown before."
Then the bird said, "Nevermore."
Startled at the stillness broken by reply so aptly spoken,
"Doubtless," said I,"what it utters is its only stock and store,
Caught from some unhappy master whom unmerciful Disaster
Followed fast and followed faster till his songs one burden bore--
Till the dirges of his Hope that melancholy burden bore
Of 'Never--nevermore'"
But the Raven still beguiling all my sad soul into smiling,
Straight I wheeled a cushioned seat in front of bird and bust and door;
Then, upon the velvet sinking, I betook myself to linking
Fancy unto fancy, thinking what this ominous bird of yore--
What this grim, ungainly, ghastly, gaunt, and ominous bird of yore
Meant in croaking "Nevermore."
This I sat engaged in guessing, but no syllable expressing
To the fowl whose fiery eyes now burned into my bosom's core;
This and more I sat divining, with my head at ease reclining
On the cushion's velvet lining that the lamp-light gloated o'er,
But whose velvet violet lining with the lamp-light gloating o'er
She shall press, ah, nevermore!
Then, methougt, the air grew denser, perfumed from some unseen censer
Swung by Seraphim whose foot-falls tinkled on the tufted floor.
"Wretch,"I cried,"thy God hath lent thee--by these angels he hath sent thee
Respite--respite and nepenthe from they memories of Lenore!
Quaff, oh quaff this kind nepenthe and forget this lost Lenore!"
Quoth the Raven, "Nevermore."
"Prophet!" said I, "thing of evil!--prophet still, if bird or devil!--
Whether Tempter sent, or whether tempest tossed thee here ashore,
Desolate, yet all undaunted, on this desert land enchanted--
On this home by Horror haunted,-- tell me truly, I implore--
Is there-- is there balm in Gilead?--tell me--tell me, I implore!"
Quoth the Raven, "Nevermore."
"Prophet!" said I, "thing of evil!--prophet still, if bird or devil!
By that heaven that bends above us--by that God we both adore--
Tell this soul with sorrow laden if, within the distant Aidenn,
It shall clasp a sainted maiden whom the angels name Lenore--
Clasp a rare and radiant maiden whom the angels name Lenore."
Quoth the Raven, "Nevermore."
"Be that word our sign of parting, bird or fiend!" I shrieked, upstarting--
"Get thee back into the tempest and the Night's Plutonian shore!
Leave no black plume as token of that lie thy soul hath spoken!
Leave my loneliness unbroken! --quit the bust above my door!
Take thy beak from out my heart, and take thy form from off my door!"
Quoth the Raven, "Nevermore."
And the Raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
On the pallid bust of Pallas just above my chamber door;
And the eyes have all the seeming of a demon's that is dreaming,
And the lamp-light o'er him streaming throws his shadow on the floor;
And my soul from out that shadow that lies floating on the floor
Shall be lifted--nevermore!

Un disparo memorable

Alexander Pushkin




Estábamos acantonados en el pequeño pueblo de X. Todo el mundo sabe cómo es la vida de un oficial de tropa de guarnición. A la mañana, estudio y picadero; la comida en casa del comandante del regimiento o en una fonda judía; a la noche, ponche y naipes.
En X no había ningún lugar donde reunirse, ni una muchacha; íbamos unos a casa de otros, donde, aparte nuestros uniformes, no veíamos nada más.
Un solo civil formaba parte de nuestro grupo. Tenía unos 35 años, lo que nos hacía considerarle viejo. Su experiencia le daba superioridad sobre nosotros en varios puntos, y, además, su aspecto sombrío que mostraba habitualmente, sus rudas costumbres y su lengua mordaz ejercían una clara influencia en nuestras mentes juveniles.
Un cierto misterio parecía envolver su destino: se le hubiera tomado por ruso aunque llevaba apellido extranjero. En otros tiempos había servido en los húsares, y hasta con suerte; sin embargo, nadie sabía qué motivos le habían hecho retirarse del servicio para ir a radicarse en un mísero pueblucho, donde vivía en la estrechez, unida, no obstante, a cierto despilfarro. Iba siempre a pie, vestía una chaqueta negra, raída por el uso, y su mesa estaba siempre a disposición de todos los oficiales de nuestro regimiento. Sus cenas, estaban compuestas por no más de dos o tres platos, preparados por un militar retirado, pero el champagne solía correr a torrentes durante las comidas.
Nadie sabía si poseía o no fortuna ni cuales eran sus rentas, ni nadie se atrevía a preguntárselo. Tenía muchos libros, la mayoría obras de milicia y novelas. Los prestaba de buen grado, sin exigir nunca su devolución, como tampoco, por su parte, devolvía nunca los que a él le prestaban.
Su ocupación predilecta era ejercitarse en el tiro a pistola. Las paredes de su cuarto estaban tan acribilladas de balazos, que parecían paneles de una colmena. Una rica colección de pistolas constituía el único lujo de la miserable casucha que habitaba.
La destreza que había adquirido simplemente en el tiro, era increíble, tanto como para que, de haberse propuesto acertar de un balazo un objeto puesto sobre la gorra, ninguno de los de nuestro regimiento hubiera vacilado en ofrecerle su cabeza como blanco.
El tema de nuestras conversaciones era con frecuencia los duelos. Silvio (así le llamaremos) nunca participaba de ellas. Cuando se le preguntaba si alguna vez le había tocado batirse, solía responder secamente que sí, pero nunca daba detalles, y saltaba a la vista que tales preguntas le contrariaban. Acabamos por suponer que pesaba en su conciencia alguna desgraciada víctima de su siniestra habilidad. Por lo demás, nunca se nos cruzó por la mente imputarle de algo parecido al temor. Hay personas cuya sola apariencia disipa tales suposiciones.
Un inesperado acontecimiento nos dejó a todos consternados.
Un día comíamos en casa de Silvio unos diez oficiales del regimiento. Bebimos como de costumbre, es decir, muchísimo. Al terminar la comida pedimos a nuestro anfitrión que jugara una partida con nosotros. Durante largo rato se negó, porque no acostumbraba jugar, pero por fin mandó traer las cartas, echó sobre la mesa medio centenar de ducados y tomó la banca. Todos le rodeamos y la partida comenzó. Silvio solía guardar absoluto silencio mientras jugaba, y jamás había discutido ni hecho observaciones. Si el que apuntaba se descontaba por azar, Silvio pagaba inmediatamente la diferencia o apuntaba el resto. Todos lo sabíamos y en nada nos oponíamos a su libre arbitrio; pero sucedió que entre nosotros hallábase un oficial recientemente llegado a nuestro regimiento. Participaba del juego y cometió una equivocación de un punto. Silvio tomó la tiza y rectificó la anotación. El oficial, exaltado por los efluvios del vino, por el juego y las burlas de sus camaradas, lo tomó como una grave ofensa y enardecido tomó de la mesa un candelabro de bronce y se lo arrojó a Silvio, quien apenas logró eludir el golpe. Todos quedamos confusos. Silvio se incorporó, pálido de ira, y con mirada centellante exclamó:
-Caballero, hágame el favor de retirarse inmediatamente y dé gracias a Dios que esto haya sucedido en mi casa.
No dudamos en lo más mínimo de cuales serían las consecuencias de esa escena, y ya dábamos por muerto a nuestro compañero. El oficial se fue no sin decir que estaba dispuesto a dar satisfacción de su ofensa de la manera que dispusiera el banquero. La partida duró unos pocos minutos más; conscientes, no obstante, de que nuestro anfitrión no estaba para juegos, nos retiramos uno tras otro, hablando de la inminente vacante.
Al otro día, en el picadero, nos preguntábamos entre nosotros si el pobre teniente respiraría aún cuando se presentó éste mismo en persona.
Lo interrogamos y nos respondió que hasta la fecha no tenía noticias de Silvio. Asombrados, fuimos a casa de nuestro amigo, a quien hallamos en el patio, metiendo bala tras bala en un as de baraja, clavado en una hoja del portal. Nos recibió como siempre, sin mencionar una sola palabra con relación al suceso de la víspera.
Pasaron tres días, y el teniente seguía aún con vida. Preguntábamos extrañados:
-¿No se batirá?
Y así fue, Silvio no se batió. Se dio por satisfecho con una explicación muy superficial y se reconcilió con el adversario.
Esta circunstancia perjudicó mucho su reputación entre los jóvenes, los que suelen tener a la valentía por la calidad más sublime de un hombre, excusándole toda clase de defectos. Con el tiempo, no obstante, se olvidó lo ocurrido, y Silvio recuperó su prestigio de siempre.
Yo fui el único que no pudo tratarlo con la misma confianza. Teniendo, como tenía, una imaginación romántica, me sentía atraído, más que mis compañeros, por un hombre cuya vida era un enigma, y que me parecía el personaje de alguna historia misteriosa. Él me quería, y conmigo dejaba de lado sus palabras punzantes, y hablaba de toda clase de asuntos con gran sinceridad y agrado. Sin embargo, después de aquella velada, la idea de que su honor había sido mancillado, y no rehabilitado por propia voluntad, me inquietaba y me impedía tratarle como antes. Silvio era demasiado inteligente y perspicaz como para no notar el vuelco de mi conducta, pero no descubría el motivo. Parecía estar amargadamente impresionado. Por lo menos en dos ocasiones pude notar en él el deseo de darme una explicación; yo, sin embargo, eludí sus tentativas, y él acabó por evitar mi trato. Desde entonces solía verle sólo en presencia de mis compañeros, y nuestras sinceras relaciones de otros tiempos se cortaron.
Los displicentes habitantes de una capital no pueden imaginar siquiera muchas impresiones que les son familiares a quienes viven en aldeas o pueblecitos, como por ejemplo la espera de la llegada del correo... Los martes y los viernes el despacho del regimiento estaba colmado de oficiales. Unos esperaban dinero, otros cartas, otros periódicos, etc. Los paquetes solían abrirse allí mismo, y unos a otros se daban las noticias, de modo que la oficina deparaba un espectáculo de extrema animación. Silvio se hacía enviar sus cartas a nuestro regimiento, y solía acudir a la oficina. Un día le entregaron un sobre que abrió dando muestras de gran impaciencia. Al leer la carta sus ojos centelleaban. Los oficiales, ocupados en la lectura de sus cartas, no advirtieron nada.
-Señores- les dijo Silvio-, las circunstancias requieren que me ausente inmediatamente... Me voy esta misma noche, y espero que no se negarán a cenar conmigo esta última vez. También a usted le espero- continuó, dirigiéndose a mí-. Le espero sin falta.
Y dicho esto salió precipitadamente. Nosotros decididos a reunirnos en casa de Silvio, nos fuimos cada cual por un lado.
Fui a casa de Silvio a la hora indicada, y allí encontré a casi todo nuestro regimiento. Los muebles estaban ya embalados, y no había más que las paredes, acribilladas a balazos. Nos sentamos a la mesa. Nuestro huésped estaba del mejor humor, y no pasó mucho tiempo sin que comunicara su alegría a todos los demás... A cada momento saltaban los tapones de las botellas de champagne. Los vasos relucían y espumaban sin pausa, y todos nosotros, con profunda franqueza, deseábamos al amigo que se ausentaba, buen viaje y toda suerte de felicidades. Nos levantamos de la mesa ya muy avanzada la noche. Cuando fuimos a recoger la gorra, Silvio se despidió de todos, me tomó del brazo y me retuvo.
-Quiero hablar con usted- me dijo, bajando la voz.
Ya todos los demás se habían ido... Quedamos solos, nos sentamos uno frente a otro, fumando despaciosamente nuestras pipas. Silvio estaba visiblemente preocupado; en su rostro no quedaban huellas de su febril alegría de poco antes. Su palidez sombría, el destello de sus ojos, y el espeso humo que despedía su boca, le daban el aspecto de un verdadero demonio. Pasaron algunos minutos antes que Silvio rompiera el silencio.
-Es probable que no nos veamos más- me dijo-, y antes de despedirnos, he querido darle una explicación... Tiene que haber notado usted lo poco que me importa la opinión de los demás; pero me sería penoso dejar en su mente una impresión contraria a la verdad.
Dijo esto y calló. Volvió a llenar su pipa apagada... Yo me quedé silencioso, bajando los ojos.
-Usted le habrá extrañado- prosiguió- que yo no exigiese satisfacción a aquel insensato borracho de R... Creo que convendrá usted conmigo en que, teniendo yo libre elección de armas, su vida estaba en mis manos, en tanto que la mía casi no peligraba... Podría atribuir mi prudencia a la magnanimidad... Sin embargo, no quiero mentir. Si hubiese podido castigar a R... sin arriesgar mi vida, no le hubiera perdonado...
Miré a Silvio con aire de asombro. Esta contestación acabó por consternarme. Silvio continuó:
-Es cierto. No tengo derecho a exponerme al peligro de la muerte. Hace seis años recibí una bofetada, y mi adversario vive todavía.
Mi curiosidad estaba vivamente excitada.
-¿Fue porque usted no quiso batirse con él?- le pregunté-. Sin duda, se lo impidieron las circunstancias.
-Me batí con él y éste es el recuerdo de aquel duelo.
Silvio se levantó, sacó de una caja de cartón una gorra encarnada con borla de oro y galoneada, lo que los franceses llaman "bonnet de police". Se la encasquetó: la gorra estaba agujereada a la altura de la frente.
-Usted sabe- prosiguió Silvio- que yo he servido en el regimiento de húsares de X... Sabe también cual es mi carácter; suelo hacer notar mi personalidad en todo, y esta cualidad era una verdadera manía en mi juventud. En nuestros tiempos solían usarse modales violentos y entre mis compañeros no había quien me aventajara. Alardeábamos de nuestras orgías, y dejé atrás al famoso Burtsov encomiado por Dionisio Davidov. Los duelos, en nuestro regimiento entablábanse a cada momento, y de todos participaba yo como testigo o interesado. Mis compañeros me adoraban y los comandantes del regimiento, que cambiaban con frecuencia, me consideraban un mal inevitable.
Tranquilo (o intranquilo), disfrutaba mi gloria, hasta que llegó a nuestro regimiento un joven rico de muy buena familia (su nombre no importa). ¡En mi vida había tropezado con un hombre tan espléndidamente halagado por la suerte! Figúrese que además de la juventud, tenía ingenio, apostura, un espíritu alegre, la más desenfadada valentía, un prestigio social envidiable y una fortuna cuantiosa, inagotable, y podrá imaginar el efecto que había de causar inevitablemente entre nosotros. El predominio de mi personalidad estaba en peligro. Atraído por la fama que gozaba, trató de granjearse mi amistad; pero yo me mostré frío y él se apartó de mí con total indiferencia; le tomé, odio. Sus éxitos en el regimiento y en el ambiente femenino me sumieron en completa desesperación. Comencé a buscar motivos para provocarle... Pero mis frases hirientes contestaba él con otras que siempre me parecían más punzantes y más agudas que las mías, y que a decir verdad eran muchísimo más alegres: él bromeaba y yo expresaba mi odio. Por fin, una vez, en un baile que daba un hacendado polaco, al ver concentrada en él la atención de todas las damas, y sobre todo de la misma ama de casa, que había estado antes en relaciones conmigo, le dije al oído cierta banal grosería. Presa de repentina ira me pegó una bofetada. En seguida buscamos los sables... Las señoras se desvanecían... Nos apartaron no sin esfuerzo y aquella misma noche nos batimos en duelo.
Amanecía... Yo estaba en el lugar acordado, acompañado por mis tres padrinos... Con una impaciencia inexplicable aguardaba a mi adversario. Despuntó el sol primaveral, y el calor empezó a hacerse sentir... Lo vi cuando aún estaba lejos... a pie, llevando el uniforme sostenido con el sable, y acompañado por un padrino. Se acercó. En la mano llevaba su gorra llena de cerezas. Los padrinos midieron los doce pasos. A mí me tocó disparar primero. Sin embargo, la agitación que me causaba la ira me hizo desconfiar de la firmeza de mi pulso, y le cedí el derecho del primer disparo, ansioso por ganar tiempo para serenarme. Mi contrincante rehusó el ofrecimiento. Se propuso echar suertes, y ganó él, eterno favorito de la Fortuna. Apuntó y con su bala atravesó mi gorra. Era mi turno... Su vida, por fin, estaba en mis manos. Le miré con ansia devoradora, tratando de discernir en su rostro una señal de inquietud. Él permanecía inmóvil frente al cañón de mi pistola, tomando de la gorra las cerezas maduras, que comía escupiendo los carozos que casi me alcanzaban. Su indiferencia me enardeció.
-¿Qué voy a lograr- pensé- quitándole la vida, si no siente el más leve temor por ella?
Fue entonces cuando una idea diabólica cruzó por mi mente. Bajé la pistola.
-Según parece- le dije- usted no está ahora para pensar en la muerte. Como se propone almorzar, no quiero molestarlo.
-No me molesta usted en lo más mínimo- replicó-. Hágame el favor de disparar, o haga lo que le parezca. Le queda reservado el derecho a este disparo, y en cuanto a mí, estaré siempre a su disposición.
Me volví hacia mis padrinos, les manifesté que por el momento no estaba dispuesto a tirar, y así acabó el duelo...
Pedí mi retiro y me radiqué en esta aldea. Desde entonces no hubo un solo día en que yo no pensara en la venganza. Ahora, por fin, llegó el momento...
Silvio sacó del bolsillo la carta que había recibido por la mañana y me la dio para que la leyera. Una persona, probablemente administrador de sus asuntos, le escribía desde Moscú, que el consabido individuo pronto contraería matrimonio con una joven muy bella.
-Ya habrá adivinado- dijo Silvio- quien es ese consabido individuo. Salgo para Moscú... Me gustaría ver si en vísperas de su casamiento, se enfrentará a la muerte con la misma indiferencia que en otro tiempo, saboreando cerezas.
Y con estas palabras, se levantó, arrojó la gorra al suelo y echó a andar agitado por la habitación como un tigre por su jaula. Yo le había escuchado absorto: sentimientos terribles y opuestos me agitaban.
El criado entró para anunciar que los caballos estaban listos para el viaje. Silvio me dio un fuerte apretón de manos... Nos abrazamos... Subió a un coche, en el que estaban acomodadas dos maletas, una con su equipaje, otra con pistolas. Nos saludamos por última vez y los caballos arrancaron...
Algunos años más tarde, circunstancias de familia me llevaron a establecerme en una pequeña aldehuela del distrito de N. Me había consagrado a la agricultura y no dejaba de suspirar secretamente, cuando recordaba mi vida pasada, bulliciosa y despreocupada. Lo que se me hacía más difícil, era pasar las noches, tanto en primavera, invierno, como verano, en completa soledad. Hasta la hora de la comida encontraba la manera de matar el tiempo, unas veces charlando con el alcalde, otras inspeccionando las tareas de labranza y echando un vistazo a los nuevos establecimientos; pero tan pronto como caía la noche no se me ocurría adonde meterme. Unos cuantos libros que encontré bajo los armarios y en el depósito de trastos, me los sabía ya de memoria, a fuerza de reiteradas lecturas. Todos los cuentos que atesoraba en su memoria el ama de llaves Kirilovna, ya los conocía, y las canciones de las campesinas me sumían en lánguida tristeza. Por fin me di a la bebida de un fuerte licor vegetal, pero me causaba dolor de cabeza y, además, confieso que temí convertirme en un "borracho melancólico", como tantos que había visto en nuestro distrito.
A mi alrededor no había vecinos cercanos, salvo dos o tres "melancólicos", cuya conversación consistía las más de las veces en hipos y suspiros. La soledad era preferible. Por fin resolví acostarme cuanto antes, y comer lo más tarde posible; de esta manera logré acortar la velada, y alargar al mismo tiempo los días... Y "vi todo lo que había hecho y he aquí que era bueno..."
A cuatro verstas de mi finca estaba la rica propiedad de la condesa de B.; pero allí vivía sólo el administrador. La propietaria había visitado su finca una vez, hacía ya mucho tiempo, el primer año de su matrimonio, y no había pasado en ello más de un mes. Pero cuando transcurría la segunda primavera de mi vida de ermitaño, corrió el rumor de que la condesa llegaría a la aldea acompañada por su marido, para pasar el verano. Y así fue; llegaron a principios de junio.
La llegada de un vecino acaudalado es un acontecimiento memorable para los moradores de una aldehuela. Los propietarios y los miembros de su servidumbre suelen hablar de ello desde dos meses antes y hasta tres años después. En cuanto a mí, confieso con franqueza que la noticia del arribo de una vecina joven y hermosa, me emocionó fuertemente. Me abrasaba un ferviente deseo de verla, y, por lo tanto, el primer domingo siguiente a su llegada, fui, después de comer, a la aldea X para presentar mi respeto a sus Altezas, como correspondía al vecino más cercano que les ofrecía sus humildes servicios.
Un lacayo me llevó hasta el gabinete del conde, y se adelantó para anunciarme. El amplio despacho estaba puesto con fastuoso lujo; a lo largo de las paredes había algunas bibliotecas, sobre las cuales se veían bustos de bronce. Arriba de la chimenea había un espejo muy ancho; el piso estaba cubierto de paño verde, y tapizado de alfombras. Mi vida en mi humilde rincón me había hecho perder la costumbre del lujo, y hacía tiempo que no admiraba la esplendidez ajena. En aquel momento me sentí cohibido. Esperé al conde embargado por una inquietud parecida a la del candidato provinciano que espera la salida de un ministro. Cuando se abrió la puerta entró un hombre de unos treinta años, de hermosa presencia. El conde se acercó con aire de absoluta sinceridad amistosa, mientras que yo me esforzaba por recuperar mi aplomo. Empecé por presentarle mis respetos y, sin darme tiempo para hablar, sugirió que nos sentáramos.
Su conversación, espontánea y amable, pronto logró disipar mi timidez de solitario. Empezaba ya a recobrar mi estado normal, cuando de pronto se presentó la condesa, causándome una nueva confusión, mayor que la anterior. En realidad, era de una acabada belleza. El conde me presentó. Yo, por mi parte cuanto más me esforzaba por parecer locuaz, cuanto más trataba de asumir un aire de serenidad, más turbado me sentía. Para darme tiempo a que me repusiera y acostumbrase a ellos, mis nuevos amigos comenzaron a discurrir entre sí, dándome el trato que se le da a un antiguo vecino, sin ninguna clase de ceremonias. Yo, entretanto, eché a andar de un lado a otro, examinando los libros y las pinturas. Aun cuando no soy ducho en artes plásticas, hubo un cuadro que llamó mi atención. Representaba cierto paisaje de Suiza, y lo que me sorprendió no fue la parte artística, sino el hecho de que estuviese atravesado por dos balazos que casi se juntaban.
-¡Notable disparo!- exclame a la vez que miraba, al conde.
-Sí- me respondió-: fue un disparo muy memorable. Pero, dígame. ¿Es usted buen tirador?
-Excelente- contesté satisfecho al notar que la conversación recaía por fin en un tema que me era tan familiar-; a treinta pasos no yerro jamás, teniendo por blanco une carta, si tiro con una pistola a la cual esté acostumbrado.
-¿Es cierto?- dijo la condesa con tono de gran interés-. Y tú, amigo mío, ¿serías capaz de atravesar una carta a treinta pasos?
Probaremos- contestó el conde-. He sido un tirador regular; pero hace cuatro años que no tomo una pistola.
-¡Oh!- comenté-. En ese caso apuesto cualquier cosa a que vuestra Alteza no le da a una carta ni siquiera a veinte pasos; la pistola requiere un ejercicio diario. Lo sé por experiencia. En nuestro regimiento se me tenía por uno de los mejores tiradores. En una ocasión dejé de manejar la pistola por un mes entero, porque mis armas estaban en reparación. ¿Y qué diría que sucedió, Alteza? La primera vez que volví a tirar, erré cuatro veces seguidas a una botella a veinte pasos. En nuestro regimiento había un sargento, hombre ingenioso y muy dado a las bromas, que estando presente por casualidad dijo: "Está visto, amiguito, que has perdido la costumbre de habértelas con una botella". Créame, vuestra Alteza. Hay que cultivar esta habilidad, porque el día menos pensado se olvida lo que se ha aprendido. El tirador más diestro que encontré en mi vida practicaba todos los días, tres veces por lo menos, antes de la comida. Esto estaba en él tan arraigado, como la copita de vodka que tomaba como aperitivo.
A los condes les satisfizo mi locuacidad.
-¿Y cómo tiraba?- preguntóme el conde.
-A veces veía una mosca que acababa de posarse en la pared... ¿Lo toma usted a risa, condesa? Pues es cierto... Veía una mosca y gritaba: "¡Kuzka, mi pistola!". El criado le llevaba con celeridad una pistola cargada. Él disparaba entonces y enterraba la mosca en la pared...
-¡Asombroso!- dijo el conde-. ¿Y cuál era su nombre?
-Silvio, Alteza.
-¡Silvio!- exclamó el conde, incorporándose de un salto--. ¿Usted conoció a Silvio?
-¿Que si lo conocí, Alteza? Eramos amigos. En nuestro regimiento fue recibido como un verdadero compañero... pero desde hace cinco años, no sé nada de él. Así que también vuestra Alteza lo conoció, ¿no es verdad?
-Lo conocí muy bien. ¿No le contó acaso un suceso muy extraño?
-¿El de una bofetada, Alteza, que recibió en un baile?
-¿Y no le dijo a usted el nombre...?
-No, Alteza, no me lo dijo. ¡Ah!- proseguí, al intuir la verdad- ¿Fue quizás vuestra Alteza?
-Yo fui- respondió el conde, con aire extremadamente distraído-; esa pintura agujereada a balazos es un recuerdo de nuestro último encuentro.
-¡Ay!- dijo la condesa-. ¡No lo cuentes, por Dios!... Me horroriza escucharlo.
-No puedo complacerte- replicó el conde-. Lo contaré todo. El señor sabe cómo ofendí a su amigo y conviene que sepa también cómo Silvio se vengó de mí.
Me ofreció el sillón y yo, con viva curiosidad, escuché el siguiente relato:
-Hace cinco años me case. El primer mes, "the honey moon", lo pasé aquí, en esta aldea. En esta casa viví los instantes más hermosos de mi vida, pero a ella le debo también uno de mis recuerdos más dolorosos.
Un día, al atardecer, salimos a cabalgar. El caballo que montaba mi mujer comenzó a desmandarse y ella, asustada, me pasó las riendas y volvió a casa a pie. Yo cabalgué delante. En el patio vi un coche, y me dijeron que en mi despacho me esperaba un caballero que había rehusado dar su nombre. Sólo había dicho que tenía que hablar conmigo de cierto asunto. Entré en la habitación y vi en la penumbra a un hombre con barba cubierto de polvo. Estaba al lado de la chimenea... Me acerqué a él, tratando de reconocer sus facciones...
-¿No me recuerdas, conde?- preguntó con voz trémula.
-¡Silvio!- exclamé, y confieso que en aquel momento sentí que mis cabellos se erizaban.
-Exactamente- continuó él-. Conservo el derecho a un disparo y he venido a disparar. ¿Estás preparado?
Una pistola asomaba del bolsillo lateral de su chaqueta. Yo di doce pasos y me paré allí, en el rincón, suplicándole que acabara lo más pronto posible, antes que llegara mi mujer. Vaciló por un momento... Me pidió lumbre... Hice que trajeran una vela. Cerré la puerta, ordené que no entrara nadie, y volví a suplicarle que disparase. Sacó la pistola y apuntó... Yo conté los segundos.. Pensé en ella... ¡Fue un minuto terrible! Silvio bajó el brazo.
-Lamento de veras que la pistola no esté cargada con carozos de cereza. Una bala pesa demasiado... y después de todo, creo que esto no es un duelo, sino un homicidio. Yo no acostumbro disparar a un indefenso... Empecemos de nuevo. Volvamos tirar a suertes para ver quien tiene que disparar primero.
La cabeza me daba vueltas... Creo recordar que me negué...
Por fin cargamos una pistola, arrollamos dos papelitos... Él los puso en la gorra, que atravesó un día mi balazo... Yo saqué de nuevo el primer número.
-Tienes mala suerte, conde- dijo él, con una sonrisa que nunca olvidaré.
No recuerdo lo que sucedió entonces, ni cómo pudo él impulsarme a ello... Pero cierto es que disparé, dando con la bala en ese cuadro...
Y el conde dirigió su dedo hacia la tela agujereada. Su rostro parecía arder. La condesa estaba tan blanca como el pañuelo que llevaba. Yo no pude contener un grito de espanto.
-Disparé- continuó el conde- y, gracias a Dios, no acerté. Entonces Silvio- en ese momento tenía verdaderamente un aspecto siniestro- apuntó hacia mí... De pronto la puerta se abrió... Masha entró precipitadamente y, profiriendo un grito desgarrador se echó en mis brazos. Su presencia me devolvió por completo la sangre fría.
-Querida mía- le dije-, ¿no ves acaso que estamos bromeando? ¿Te asustaste? Ven, bebe un poco de agua y acércate... Voy a presentarte a uno de mis amigos y compañeros.
Masha dudaba aún de la veracidad de mis palabras.
-Dígame usted, ¿es cierto lo que dice mi marido?- preguntó, volviéndose hacia aquel hombre terrible-. ¿Es verdad que bromean ustedes?
-Suele bromear, condesa- le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.
Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!
Masha se echó a sus pies.
-¡Levántate, Masha, es humillante!- grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
-No dispararé- respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.
Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.
Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió detenerle y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.
El conde calló.
Fue así como me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de "heteristas" griegos y murió en un combate cerca de Skulani.

Justine (fragmento)

Marqués de Sade



(...) Este, llamado padre Severino, era un hombre alto y de una belleza áspera, cuyos rasgos juveniles y físico robusto desmentía su edad verdadera, cincuenta y cinco años. El acento musical que adornaba sus palabras sugería su origen italiano, y la gracia de sus movimientos tenía ese estilo que se suele achacar a esa raza de libertinos. (...) El pasillo carecía de luz, y el padre Severino, apoyándose en una pared para orientarse, empujó a Justine por delante. Pasándole un brazo por la cintura, deslizó la otra mano por entre sus piernas y exploró las partes púdicas hasta que localizó el altar de Venus. Allí aferró su mano hasta que llegaron a la escalera que conducía a una habitación que estaba dos pisos más abajo de la iglesia. El cuarto estaba espléndidamente iluminado, y amueblado con gran lujo. Pero Justine apenas observó lo que la rodeaba pues sentados alrededor de una mesa en el centro de la sala se encontraban otros tres frailes y cuatro muchachas... ¡los siete totalmente desnudos!
?Caballeros ?anunció el padre Severino?, nuestra compañía se verá honrada esta noche por la presencia de una muchacha que lleva a la vez en el hombro la marca de la prostituta y en el corazón la candidez de un infante, y que encierra todo su ser en un templo cuya magnificencia es un deleite contemplar?. Y pasando por detrás de ella, encerró sus senos entre las manos.
(...) Entonces, una vez pasado aquel instante de brutalidad, volvió a sitiar la ciudadela, apretando, ensanchando y empujando a la fuerza una y otra vez hasta que, finalmente, el baluarte cayó. Un horrendo grito de agonía llenó la sala cuando el monstruo invasor desgarró los intestinos de la joven. Palpitante y agitado, el escurridizo reptil lanzó hacia adelante su veneno y después, privado de su rigidez, se rindió a los frenéticos esfuerzos de la joven para expulsarlo. El padre Severino, lívido de furor al verse imposibilitado para mantener el asedio, cayó al suelo inconsolable. (...) Levantándola por el aire con un solo brazo, el gigantesco sacerdote la tendió sobre sus rodillas; entonces, agitando airosamente un látigo, le cruzó tres veces las nalgas. Justine se retorció bajo el ardor de los golpes, pero sus penas sólo habían comenzado, pues el padre Clemente sólo estaba haciendo una prueba. Entonces, satisfecho con su postura y con la forma en que tenía asido el látigo, el odioso fraile alzó el arma de largas lenguas muy por encima de su cabeza y la dejó caer con fuerza sobre la joven. Los bordes cortantes del cuero rebanaron sin piedad toda su carne, dejando brillantes líneas de sangre a su paso; el dolor era tan fuerte que el grito de la pobre niña se ahogó en su garganta. Excitado por la visión de sangre, el bárbaro padre Clemente la azotó entonces con furia vesánica. Ninguna parte de su cuerpo quedó a salvo de su bestialidad. Brillantes, rojos arroyuelos le corrían por la espalda, desde los hombros hasta las nalgas, y rodeaban sus muslos como finas culebrillas de color carmesí. Más excitado aún por este espectáculo, el vicioso sacerdote la forzó a colocarse boca arriba, y pegó su odiosa boca a la de ella, como si tratara de arrebatarle de los pulmones los gritos que su látigo no había podido arrancarle. Alternativamente le chupaba la boca y le golpeaba el abdomen, y cuanto más se agitaba y se debatía Justine en su angustia, más satisfecho parecía él. A veces le mordía los labios, otras le pellizcaba las nalgas, después le golpeaba el pecho con la barbilla, seguidamente le rasguñaba el vientre, pero su furia no parecía aplacarse con nada. Estando los labios de Justine entumecidos ya por tanto mordisco, y su abdomen encarnado por los golpes y arañazos, el diabólico Clemente concentró sus ataques contra los pechos. Amasaba con los dedos los globos de maravillosa suavidad, los apretaba con las palmas de sus manos, los estrujaba el uno contra el otro y después tiraba de ellos para apartarlos; pellizcaba los pezones, metía la cara en el surco que los separaba y mordía su circunferencia. Finalmente, en un alarde de ferocidad, metió uno dentro de su boca y lo mordió con toda fuerza. Nuevamente llenaron el aire los alaridos de Justine y, mientras el padre Clemente levantaba el rostro, lleno de gozo, dos chorros de sangre le corrían por las comisuras hasta la barbilla.

martes, abril 12, 2005

bodas de sangre (frag.)

Luna:

Ya se acercan.

Unos por la cañada y otros por el río.

Voy a alumbrar las piedras. ¿Qué necesitas?

Mendiga:

Nada.

Luna:

El aire va llegando duro, con doble filo.

Mendiga:

Ilumina el chaleco y aparta los botones,

que después las navajas ya saben el camino.

Luna:

Pero que tarden mucho en morir. Que la sangre

me ponga entre los dedos su delicado silbo.

¡Mira que ya mis valles de ceniza despiertan

en ansia de esta fuente de chorro estremecido!

Leonardo:

¡Calla!

Novia:

Desde aquí yo me iré sola.

¡Vete! ¡Quiero que te vuelvas!

Leonardo:

¡Calla, digo!

Novia:

Con los dientes,

con las manos, como puedas.

quita de mi cuello honrado

el metal de esta cadena,

dejándome arrinconada

allá en mi casa de tierra.

Y si no quieres matarme

como a víbora pequeña,

pon en mis manos de novia

el cañón de la escopeta.

¡Ay, qué lamento, qué fuego

me sube por la cabeza!

¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!

Leonardo:

Ya dimos el paso; ¡calla!

porque nos persiguen cerca

y te he de llevar conmigo.

Novia:

¡Pero ha de ser a la fuerza!

Leonardo:

¿A la fuerza? ¿Quién bajó

primero las escaleras?

Novia:

Yo las bajé.

Leonardo:

¿Quién le puso

al caballo bridas nuevas?

Novia:

Yo misma. Verdad.

Leonardo:

¿Y qué manos

me calzaron las espuelas?

Novia:

Estas manos que son tuyas,

pero que al verte quisieran

quebrar las ramas azules

y el murmullo de tus venas.

¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta!

Que si matarte pudiera,

te pondría una mortaja

con los filos de violetas.

¡Ay, qué lamento, qué fuego

me sube por la cabeza!

Leonardo:

¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!

Porque yo quise olvidar

y puse un muro de piedra

entre tu casa y la mía.

Es verdad. ¿No lo recuerdas?

Y cuando te vi de lejos

me eché en los ojos arena.

Pero montaba a caballo

y el caballo iba a tu puerta.

Con alfileres de plata

mi sangre se puso negra,

y el sueño me fue llenando

las carnes de mala hierba.

Que yo no tengo la culpa,

que la culpa es de la tierra

y de ese olor que te sale

de los pechos y las trenzas.

Novia:

¡Ay que sinrazón! No quiero

contigo cama ni cena,

y no hay minuto del día

que estar contigo no quiera,

porque me arrastras y voy,

y me dices que me vuelva

y te sigo por el aire

como una brizna de hierba.

He dejado a un hombre duro

y a toda su descendencia

en la mitad de la boda

y con la corona puesta.

Para ti será el castigo

y no quiero que lo sea.

¡Déjame sola! ¡Huye tú!

No hay nadie que te defienda.

Leonardo:

Pájaros de la mañana

por los árboles se quiebran.

La noche se está muriendo

en el filo de la piedra.

Vamos al rincón oscuro,

donde yo siempre te quiera,

que no me importa la gente,

ni el veneno que nos echa.

Novia:

Y yo dormiré a tus pies

para guardar lo que sueñas.

Desnuda, mirando al campo,

como si fuera una perra,

¡porque eso soy! Que te miro

y tu hermosura me quema.

Leonardo:

Se abrasa lumbre con lumbre.

La misma llama pequeña

mata dos espigas juntas.

¡Vamos!

(La arrastra.)

Novia:

¿Adónde me llevas?

Leonardo:

A donde no puedan ir

estos hombres que nos cercan.

¡Donde yo pueda mirarte!

Novia:

Llévame de feria en feria,

dolor de mujer honrada,

a que las gentes me vean

con las sábanas de boda

al aire como banderas.

Leonardo:

También yo quiero dejarte

si pienso como se piensa.

Pero voy donde tú vas.

Tú también. Da un paso. Prueba.

Clavos de luna nos funden

mi cintura y tus caderas.

Novia: ¿Oyes?

Leonardo: Viene gente.

Novia:

¡Huye!

Es justo que yo aquí muera

con los pies dentro del agua,

espinas en la cabeza.

Y que me lloren las hojas.

mujer perdida y doncella.

domingo, abril 10, 2005

los domingos piensa en eso

(si llora se le tapa la nariz
entonces tose.
Y cuando tose vuelve a dolerle la espalda.)


Y todo lo que le hace falta es
un padre que críe al hijo
y una criada que limpie la casa
pero nada sale bien.

El hijo de la criada se enferma.
La madre pasa con él los días en el hospital
le cuida el asma
(debió habérselo curado de un grito
cuando estaba a tiempo,
ahora el chico es grande)
pasa los días hablándole
a unas sábanas manchadas de quién sabe qué.
Falta a su trabajo
y pasa los días sintiendo
ese olor del hospital
que la hace preferir estar fregando
pisos o baños en casas de otros.

Una criada y un padre para el nene mío, dice ella,
para que ya no me duela la espalda.

Lo que tiene el niño de la criada no se cura.
como no se cura la sangre malograda del padre de su niño.
¿Un día será ella la que vea las manchas
de la sábana de hospital que van a cubrir su cuerpo?

El padre ahora no puede ayudar.
Tiene que cuidarse para no enfermarse
no enfermarse para no morirse.
Ahora no puede ayudar
¿podrá cuando esté enfermo?
¿podrá cuando esté muerto?

Una familia sin padre y sin criada no es ya más
una familia.
Es un pedazo de algo que no puede reunirse a sí mismo.
Es saber que existe un lugar
donde volver
y haber perdido la pista del camino de llegada.

Pero si llora se le tapa la nariz
y si la nariz se tapa termina tosiendo
y le duele la espalda
le duele tanto que se pone a llorar.

(como cuando era chica llora.)

viernes, abril 08, 2005

El ascensor que descendió al infierno

Pär Lagerkvist*

El señor contador Jonsson abrió la puerta del magnífico ascensor del hotel y, colocándose a un costado, mientras se cuadraba inclinándose con máxima elegancia, invitó a pasar a la deliciosa damas que lo acompañaba envuelta en pieles y perfumes delicados. Se sentaron juntos en el mullido asiento y el ascensor empezó a descender. La joven dama estiró sus entreabiertos labios, aún húmedos de vino, y se besaron. Habían comido en la terraza, bajo las estrellas, y salían dispuestos a divertirse.
-Querido, ha sido magnífico -murmuró-. Ha sido realmente poético estar juntos allá arriba. Me parecía que estábamos en medio de las estrellas. Así se comprende lo que es el amor. Dime, ¿me quieres de verdad, me quieres mucho?
El señor contador le dio un largo beso por respuesta. Y el ascensor bajó.
-Estoy encantado de que hayas venido. De lo contrario, me hubiera vuelto loco.
-Sí, pero no te imaginas lo desagradable que se puso. En cuanto empecé a vestirme comenzó a preguntarme adónde iba. "Creo que puedo ir adonde me plazca", le contesté. "Me parece que no soy tu prisionera". Entonces se sentó y me estuvo mirando todo el tiempo mientras yo me arreglaba. Me decidí a estrenar este vestido beige. ¿Crees que me sienta bien? ¿Cuál te parece que me queda mejor? ¿El rosado, tal vez?
-A ti todo te queda bien, querida -afirmó el contador-. Pero nunca te he visto tan hermosa como esta noche.
Ella entreabrió el cuello de pieles de su tapado y se dieron un prolongado beso. El ascensor bajaba.
-Después, cuando estuve lista y me preparaba a salir, me tomó la mano y me la apretó tanto que todavía me duele, pero no me dijo nada. ¡No te imaginas qué torpe es! "Adiós", le dije, y no me contestó. Es tan absurdo, tan desconsiderado... No puedo soportarlo...
-¡Pobrecita mía! -se compadeció el contador Jonsson.
-¡Como si no pudiera salir y distraerme un poquito! Pero, sabes, es el individuo más solemne que pueda existir sobre la tierra. Para él no puede haber nada natural ni sencillo. Interpreta las cosas como si todo fuera una cuestión de vida o muerte.
-¡Pobrecita, cuánto habrás tenido que sufrir!
-¡Ah, es terrible! ¡Es un verdadero suplicio! ¡Nadie ha conocido un tormento mayor que el mío! ¡Nunca he sabido lo que era el amor hasta que te conocí!
-¡Queridísima! -comentó Jonsson, abrazándola apretadamente. Y el ascensor seguía bajando.
Cuando el contador aflojó su abrazo y dejó de respirar, continuó:
-Ahora puedes ver lo que significa para mí haber estado a tu lado, allá arriba, contemplando las estrellas, soñando... Ha sido un momento que jamás olvidaré... Ves, Arvid es un hombre que no entiende de estas cosas; es siempre demasiado serio; no tiene en su alma ni una gota de poesía. ¡Es muy pesado!
-Eso es tremendo, mi querida.
-Sí, ¿verdad? -y dedicándole una sonrisa le entregó la mano-. Pero para qué vamos a pensar ahora en eso. ¡Ahora nos iremos a alguna parte y nos divertiremos! ¿De veras que me quieres mucho?
-¡Bien lo sabes! -replicó el contador, apretándola entre sus brazos hasta cortarle la respiración e inclinándose sobre ella para acariciarla. Ella se puso colorada. El ascensor continuaba descendiendo-. Vamos a amarnos esta noche... ¿más que nunca?... ¿Eh...? -susurró. Ella se apretó contra él, con los ojos entornados.
El ascensor descendía y descendía.
De repente Jonsson se levantó, con la cara encendida.
-¡Pero qué pasa con el ascensor! -exclamó-. ¿Por qué no se detiene? Hace un largo rato que estamos sentados aquí ¿no es cierto?
-Sí, querido, así es. El tiempo pasa tan rápido.
-¡Por Dios, hace un siglo que estamos aquí! ¿Qué significa esto?
Miró a través de la reja y no vio más que la oscuridad. Y el ascensor descendía con una velocidad cada vez mayor, iba hundiéndose más y más.
-¡Pero qué es esto! Es como caer en el vacío. ¡Y estamos cayendo desde hace una eternidad!
Trataron de mirar hacia abajo, pero no vieron más que sombras. No había más que sombras. Estaban cayendo y cayendo en medio de las sombras.
-¡Oh, querido! -se lamentó la señora tomándole el brazo con fuerza-.
¡Aprieta el botón para que se pare!
Jonsson apretó el botón cuanto pudo, mas todo fue inútil. El ascensor continuaba cayendo rápidamente en las tinieblas.
-¡Es espantoso! -exclamó la señora-. ¡Qué vamos a hacer!
-Sí, qué diablos puede uno hacer -exclamó Jonsson-. ¡Es una locura!
La deliciosa señora se asustó mucho y rompió a llorar.
-No, no, querida, eso no. No debemos perder la serenidad. No podemos hacer nada. Ven, siéntate a mi lado, así, y ya veremos qué pasa. Alguna vez tendrá que pararse. -Se sentaron a esperar.
-¡Y pensar que algo tenía que suceder precisamente cuando salíamos a divertirnos un rato!
-Sí, es algo estúpido -corroboró Jonsson.
-¿Pero tú me quieres mucho, mucho?
-¡Tesoro mío! -dijo Jonsson apretándola contra su pecho. Y el ascensor bajaba y bajaba.
Por fin se detuvo, de golpe. Había una luz tan intensa que cegaba. Se encontraban en el Infierno. El Diablo abrió cortésmente la puerta.
-Buenas noches -dijo el Diablo, con una profunda reverencia. Era elegante y vestía una levita que le colgaba desde la punta de su cuello peludo como desde un clavo enmohecido. Jonsson y la joven señora salieron del ascensor, vacilantes y aturdidos.
-¡Dios mío, dónde estaremos! -exclamaron, alarmados, ante la siniestra aparición. El Diablo, un poquito molesto, les alumbró el camino y se apresuró a decirles:
-Pero no es tan horrible como parece. Espero que aquí pasen un rato agradable. Es por esta noche, nada más, ¿verdad?
-Sí, por cierto -repuso apresuradamente Jonsson-. Nada más que por esta noche. No podemos quedarnos más.
La joven señora se colgó de su brazo, temblando. La luz de las llamas tenía un color amarillo verdoso y era tan intensa que casi no podían ver. Había un inconfundible olor de algo que estaba quemándose. Al cabo de un rato advirtieron que se encontraban en una plazoleta rodeada de casas cuyos zaguanes ardían intensamente en la oscuridad. Las ventanas estaban cerradas, pero a través de las grietas podían verse las llamas.
-Si no me equivoco, ¿ustedes son la pareja de enamorados? -les preguntó el Diablo.
-Sí, nos queremos mucho -contestó la señora dirigiendo a Jonsson una dulce mirada.
-Entonces, por aquí. ¿Quieren hacer el favor de seguirme?
Caminaron unos cuantos metros por una de las oscuras calles de la plazoleta. Sobre una puerta grasosa y sucia colgaba un viejo farol destartalado.
-Es aquí, tengan la bondad de pasar -dijo el Diablo abriendo la puerta y dando un paso al costado.
Entraron. Allí fueron recibidos por una diablesa gorda y ridícula, de voluminosos pechos y maquillada con unos polvos violetas en torno de su boca barbuda. Les sonrió con una sonrisa de conocedora experta, respirando dificultosamente y mirándolos con suma amabilidad. Se había envuelto sus pelos de paja alrededor de los cuernos que le crecían sobre la frente y los había atado con una angosta cinta azul.
-¿El señor Jonsson y la señorita, no es así? ¿Quieren pasar al número ocho, por favor? -y les entregó una llave enorme. Subieron por una escalera sucia en medio de la oscuridad. Los peldaños eran muy resbalosos y tenían que subir dos pisos. Jonsson encontró el número ocho y entraron. Era una habitación húmeda, de tamaño mediano. En el centro había una mesa con un mantel manchado, y contra la pared se hallaba una cama cuyas sábanas habían sido recientemente estiradas. A ellos les pareció agradable. Se quitaron los abrigos y se besaron.
Un hombre entró silenciosamente por la otra puerta. Estaba vestido como un camarero, pero su traje era limpio y en la pechera de su camisa blanca se reflejaba el brillo de las llamas. Caminaba silenciosamente, sin hacer ruido, con los movimientos mecánicos de quien se halla en trance. Su cara parecía de piedra y sus ojos miraban fijamente delante de sí. Tenía una palidez mortal y en la sien se le veía la herida de un balazo. Arregló un poco la habitación poniendo en orden el toallero y la loza.
Los enamorados no advirtieron su presencia, mas, cuando iba a retirarse, Jonsson dijo:
-Quisiéramos un poco de vino, tráiganos una media botella de Madeira.
El hombre se inclinó y desapareció.
Jonsson se quitó el saco y el chaleco. La deliciosa señora le dijo:
-Espera, va a volver.
-Oh, en un lugar como éste no importa. Quítate la ropa, querida.
Se sacó el vestido, se quitó pudorosamente los calzones, y se sentó en sus rodillas. Era algo encantador.
-Imagínate -murmuró-, estar sentados juntos aquí, tú y yo solos, en un lugar tan romántico como éste, tan poético... Nunca me olvidaré...
-¡Querida! -le contestó, y le dio un largo beso.
El hombre reapareció sin hacer ruido. Mecánicamente colocó los vasos sobre la mesa y los llenó de vino. La luz de la lámpara le iluminó la cara. Era una cara que no tenía nada de extraordinario como no fuera su palidez mortal y la herida en la sien. La joven señora se estremeció y gritó:
-¡Dios mío! ¡Arvid! ¡Eres tú! ¡Oh, Dios del cielo, ha muerto! ¡Se ha suicidado!
El hombre permaneció imperturbable. Miraba fijamente delante de sí. Su expresión no denotaba sufrimiento. Conservaba una inquebrantable seriedad.
-¡Pero Arvid, qué has hecho, qué has hecho! ¡Cómo has podido hacer eso! ¡Querido mío, si hubiera pensado algo semejante bien sabes que me hubiera quedado en casa! ¡Pero tú nunca hablas conmigo, nunca me dices nada, ni una palabra! ¡Cómo podía imaginar esto, si nunca me lo dijiste! ¡Ah, Dios mío!
La señora estaba temblando. El hombre la miraba como si se tratara de una desconocida, con una mirada gris y helada que atravesaba todas las cosas. Tenía el rostro pálido como iluminado; la herida no le sangraba, era sólo un agujero.
-¡Es espantoso, espantoso! -exclamaba la señora-. ¡No quiero quedarme!
¡Vámonos de aquí en seguida! ¡No puedo sufrir esto! -Tomó su vestido, su sombrero y su abrigo y, seguida por Jonsson, salió de la pieza, corriendo.
Descendieron las escaleras, y la señora se sentó en medio de los salivazos y la ceniza de los cigarrillos. Abajo estaba la vieja diablesa sonriendo amablemente y sacudiendo sus cuernos. Una vez en la calle se calmaron un tanto. La deliciosa señora se vistió, se arregló y se empolvó la nariz. Jonsson la rodeó de modo protector con su brazo y le secó las lágrimas con sus besos. Era muy bueno. Se dirigieron a la plazoleta.
Allí se encontraron con el Gran Diablo, que se estaba paseando.
-¡Cómo, ya se van! -les dijo-. ¡Espero que hayan pasado un momento muy feliz!
-Ha sido terrible -dijo la señora.
-Oh, no, no diga eso, no hay que tomarlo así. ¡Tendría que haber visto cómo era antes! Era muy distinto. Ahora no hay de qué quejarse en el Infierno. Hemos tomado las medidas necesarias para que todas las cosas parezcan completamente naturales. De lo contrario, uno se sentiría demasiado feliz aquí.
-Sí -manifestó el señor Jonsson-, hay que reconocer que ahora se ha humanizado un poco.
-Sí -corroboró el Diablo-, esto se ha modernizado. Hemos tenido que cambiarlo por completo. Era imprescindible que nos pudiéramos de acuerdo con el progreso. Ya no tenemos más que las torturas espirituales.
-Gracias a Dios -suspiró la joven dama.
El Diablo los condujo cortésmente hasta el ascensor.
-Buenas noches -les dijo, inclinándose-. Siempre serán bienvenidos -y les cerró la puerta.
-Oh, me alegro de que esto haya terminado -suspiraron los dos, sentándose juntos.
-Sin ti nunca hubiera podido soportar eso -murmuró la señora. Jonsson la abrazó y la besó.
-¡Cómo puede haber hecho eso! ¡Pero tiene ideas tan raras! Nunca toma las cosas naturalmente, como realmente son. Para él todo es cuestión de vida o muerte.
-Eso es absurdo -dijo Jonsson.
-Si hubiera dicho algo me habría quedado en casa. Nosotros hubiéramos salido cualquier otra noche.
-Naturalmente -repuso Jonsson-. ¡Claro que sí!
-¿Pero, querido, de qué sirve pensar ahora en eso? -susurró ella, rodeándole el cuello con los brazos-. Ya pasó.
-Sí, tesoro mío, ya pasó.
La abrazó estrechamente, y el ascensor subió.


(*El verdugo, Buenos Aires, 1954)

martes, abril 05, 2005

(*)

Y ando por ahí
diciendo mentiras para quedarme tranquila
queriendo soñar con nada.

Cuando me aburro de estar solita conmigo
voy a golpear la puerta
de la gran casa del arte.
En realidad ni siquiera llego a la puerta,
golpeo las manos desde el otro lado de la ligustrina,
golpeo las manos y ladran los perros.
Pero nadie sale.
No me atienden.
¿Es posible que en semejante edificio no haya
servicio doméstico?
Algún amigo de los dueños de casa
debió haberse quedado a regar las plantas
o a pagar las cuentas, pero no.

Me pican las palmas de las manos de tanto aplaudir.
Me voy.
Pero mientras me alejo veo otros
que trasponen esa misma puerta sin golpear,
los perros ladran pero no los muerden,
¿debería volver?

Igual me voy.
Veo las plazas, los árboles.
Una señora que alimenta a su canario.
Ella puede darle a su animal una vida larga y saludable,
no necesita golpear en ningún lado
pero yo digo
¿no se aburre?

lunes, marzo 21, 2005

Crónica de una visita al taller de poesía de María Medrano en la Unidad 31 de la cárcel de Ezeiza

Persiguiendo un lugar sin punto de vista uno traspasa puertas y rejas, umbrales. El sufrimiento no es, sin duda, un hecho estético. Y sin embargo, hemos visto a las consecuencias del sufrimiento, una y mil veces, pegar la vuelta perfecta que da un panqueque en el aire. Describir un círculo, una manera de girar que al la vez que mágica nos resulta lógica. Lógica y triste, tal vez explicable o inexplicable, pero tangible.
Entonces busco una nueva puerta. Me dicen para desanimarme "que voy a ir a mirar como desde afuera". Antes me quedé callada. Ahora puedo contestar que el afuera que vemos desde afuera es mucho más lejos que el afuera desde adentro. Y esa era otra de las cosas que me llevaron. Me llevó el azar como fuerza conductora de los hechos todos en primer lugar. Pero después del azar y la duda, los hechos.
Lo que veo: el taller no pensado como un taller mecánico "si sacás dos tuercas de acá y la bujía de allá la cambiás por una nueva". No. Ni tampoco una cuestión de si más harina o menos azúcar. El taller como un lugar de llegada y de partida. Uno se siente naturalmente invitado a hacerse preguntas sobre la libertad, interior, exterior, de adentro, de afuera ¿dónde queda cada cosa?, y ahí uno para. Sin embargo las chicas del taller me advierten que esta unidad no es muy representativa de la vida en la cárcel. Lo dicen de otra manera "al lado de otras unidades, el nuestro es un internado de señoritas". Otra vez las preguntas del huevo o la gallina. ¿Existe buena conducta en los lugares donde hay talleres de poesía o son posibles los talleres solamente en estos lugares? Lo que sí está claro es que siempre acá los proyectos duran tanto como tan grande sea la motivación personal de quien lo lleva a cabo. Ahí más que en ninguna parte se nota que el aparato no es ningún gran arco de contención para las problemáticas sino el cubo de cemento donde se trata de dejar apartado todo lo que pudiera ser conflictivo. Si uno ha entrado ahí no sabiendo muy bien cómo llegó, se va con más dudas que Raskolnicoff en Crimen y Castigo.
Y mientras tanto el panqueque sigue girando sin caer de ninguno de los dos lados. Me voy agradecida, de la oportunidad, del trato, del jugo de la sensación.

domingo, marzo 20, 2005

El dedo es un gran medio de transporte

Fecha de viaje: enero de 2000

Recorrido: Buenos Aires / Córdoba / San Luis / Mendoza / Chile

Reparto
nati (yo, 21 años)
nico (amigo de nati desde la secundaria, 21 años)
fede (amigo de Nico desde otra secundaria, luego amigo de todos, 20 años)
félix (hijo de nati y de leo, 1 año y medio)
leo (ex pareja de nati, papá de Félix, amigo de Nico, luego amigo de todos, 21 años)
gastón (amigo de Leo, luego amigo de todos, 23 años)

Día 1
10 horas de micro. El aire acondicionado va a tope.
-Nos estamos muriendo de frío al fondo, chofer
-Es para desempañar los vidrios, ¿no tenés para abrigarte?
-Sí, pero lo uso para el nene, yo me congelo.
Bajó el aire, un rato.
Desayuno a la sombra, recién llegados, con cindor y sandwichs. A dos horas de encontrarnos en el pueblo con los compañeros de viaje se lanza una tormenta, sobrenatural.
Llueve toda la noche. Debajo de un techito van las bolsas de dirmir y nosotros en ellas. Creo que fue mejor en el micro.

Día 2
Balneario, río, sol.
Bienvenidas vacaciones. Los chicos salieron a explorar. Yo volví antes porque Félix se durmió en mis brazos. Encontré amigos en la plaza. Noche amena de guitarras y porros. Todavía no sabemos a dónde seguimos.

Día 3
Yo quiero seguir al norte. Conocimos dos parejas que viajan juntas. Una de ellas me encanta. Al principio creí que solo él me gustaba. Ahora sé que me gustan los dos. A ellos les encantó Félix. Creo que van a tener un hijo en cuanto puedan.
Hoy vamos al dique y después quien sabe...
El calor y la sierra son toda una cosa,
misma
Olor a naranjas y nubes espesas. Al frente la iglesia y la tormenta. Silencio y pasos.
Mi mente juega a que escribe cartas. Hay en mi memoria un último beso que vuelve cada vez que mi alma se sosiega.
El sol está que pela y seguirá quemando.

Día 5
Me acuesto en el río y siento
Como arrastra mi cuerpo
Despacito,
Sobre la arena
Y las piedras
Imagino haberme ido de él
La voluntad del agua me guía
Nono nos albergo una noche
Y nos dejo hambrientos de cascada
La civilización esta todavía muy cerca
Su buena y su mala gente.

Día 6
Playa lluvia estación ruta.
Muchos llantos y pañales
Camino desconocido
Y llegar al paraíso

Día 7
Dique "los pozos"
101 metros de profundidad
Nadando unos 20 o 30 metros desde nuestro fogón se ven las nubes contra las montañas, bajo sus picos, del otro lado del dique
Nico dijo como al pasar que trajo mescalina. Ahora fueron a buscar comida.
Las flores son pequeñas y azules y la inmensidad abarca.

Conversación

C: Yo siempre flasheo con eso, los muertos y el río...
N: Que raro este mosaico, que esté acá en la orilla...
C: no, pero el río sube y trae todo
N: Esto no flota, a lo mejor vino con algo
C: o con alguien
F: ....?
C: o cuantos muertos te pensás que debe haber acá
N: es de Farrel, así que unos cuantos

Imagino

Una denuncia anónima
Que haga vaciar el dique o
Una inesperada sequía
a tal fin
y veo ante mi, entre esta sierra
el fondo de la tierra y
cuerpos muchos, cientos de
detenidos desaparecidos
del ultimo golpe
imagino en mi camino solitario, llegando periodistas y cámaras
a mostrar la muerte,
que siempre estuvo allí.

Día 8
Dedo. Del dique al cruce. Del cruce a las rosas. Ahí una birra y otra vez al cruce. De ahí a Merlo. El último dedo viajé solo con Félix, con las dos mochilas. Una señora en un auto se negó a llevar a los chicos. Trabaja en la estación de omnibus y ahí me deja. Si todo sale bien, dormiremos juntos bajo la luna de hoy. Si no, nos quedaremos con Félix aquí.

Día 9
Todavía amarguito en la lengua. Quizás otro día cuente
Que pasó este día
Por ahora
Agua verde
Y muuuuchas piedras
De colores
Y cascadas
Nubesierra
Y luz

Día 10
Espesura. Día nublado
Empecé este viaje con dos amigos como una forma de auto imponerme celibato emocional. Quién va a acercarse a una chica que viaja con su hijo y dos hombres. Anteayer nos encontramos con Leo. No vamos hacia el mismo lado, mezcal me lo mostró claro.
Lloré y dormí sola y estuvo bien. Sin embargo, quizás viajemos juntos
Donde hubo amor, quién sabe qué es lo que hay ahora. Pero manos y cuidados han estado conmigo. Sólo quiere decir lo que dice. Y solo quiere decir que no voy a mentirle a mi pancita.

Día 11
Hoy se nos eclipsó la luna. Literalmente una sombra se fue posando sobre su rostro hasta que la lunallenablanca se convirtió en una medalla de bronce. Justo en la mitad del viaje, justo la luna toda.
Ahora ya es la mañana
Dormí bajo las estrellas
Estoy en la montaña
Y ella en mí
Al oeste volando
Voy saliendo
Es la cordillera
Que me llama con agua de abajo y de arriba
A dedo o en brazos
Mañana llego.

Día 12
Félix duerme en mi regazo. Tengo la sensación de ya haberme ido de aquí. Mañana será cierto. Por fin la ruta y nuevo rumbo. Sé que vamos a pegar una buena.
Mucho sol y otra vez agua helada.
Volví al sitio del día 9. No era el mismo y sí. Terminé de notar su brillo por la ausencia. Ahora un rato de Yoga y ver anochecer.
Cantan pájaros muchos. Atardece.

Día 13
Domingo y salimos a hacer dedo al mediodía. Mala idea
Aparece un colectivo, acondicionado cual casa rodante de una película de Kusturica.
Un gordo y sus siete hijos
Y su mujer
Y dos cachorros
Nos llevan treinta kilometros, eso dicen, porque a los quince se rompe la junta del carburador y volvemos exactamente al punto de partida.
-Disculpen chicos, es que en Villa Dolores me lo arreglan gratis...
En total, siete horas en la estación de servicio.
El paseo en bondi estuvo bien, como entretenimiento, pero dejó sabor amargo.
Chata roja y cincuenta kilómetros. Una buena. Félix no lo podía creer. El viento del ocaso lo despeina.
Estación de servicio y un micro lleno de niños, me ven con Félix, lo piensan un poco y nos llevan.
Villa Mercedes, 10 pm. Dedo en la ruta no resulta y hay más mosquitos que autos con onda.
Muchos más.
Hay que armar la carpa y seguir mañana.
Parador de camiones. Porción de fritas, un peso.
Y en la mesa de al lado los camioneros, duro y parejo al tinto.
-¿A dónde van?
-Pa´ San Luis
-Los lleva él
Él -Si van para Mendoza también los llevo...

Día 14
Mendoza. La ciudad siempre es ciudad
La cordillera y sus picos
Qué más.
Pasa una camioneta con un letrero
"Matamos por encargo
(Al lado, en letras más pequeñas)
Hormigas, ratas cucarachas"
Y en la puerta, sanidad ambiental,
que debería ser algo lindo
pero los condicionales no existen.

Día 15
Cada vez que subo más en la
montaña
me siento
me veo
más cerca
de los puntitos luminosos del cielo.
Hospitalidad inesperada nos salva
del percance de los papeles
de la frontera
Ahora hay una pizza en el horno
No quiero volver
No

Día 17
Cruzamos en camión después de esperar dos días en el puerto seco, enfrente de la villa y las putas. A Nico le roban la guitarra y se pasa el día llendo y viniendo entre los rochos y los ratis. Nada que merezca ser recordado,
más que,
el sol que baja en la ruta
en camión
y la cordillera.
En la noche los camioneros invitan la cena,
fue casi demasiado bueno.
La mujer de uno:
-¿Alguien lleva una bitácora?
-¿Qué es eso? -pregunto.
-Un diario con todo lo que les va pasando
-Sí, yo.
-La única mujer...

Día 18
Salimos de Uspallata a las 9. El lugar era increíble, pero si me quedaba, no podía llegar a la playa. En tres o cuatro días tengo que estar trabajando. No me queda mucho, considerando una vuelta de 36hs.
He decidido no pensar en eso más.
Hoy bajamos los treinta caracoles de la cordillera. Chile es tan fértil como no había imaginado. El camino nos mostró su fuerza. Había cruces a cada lado de la ruta, pasamos por el cementerio del andinista y ya habíamos escuchado varios cuentos antes de salir

Alguien -Ayer en el Aconcagua se murieron cuatro...
Yo -Sí, alguien nos dijo, una familia...
Alguien -No, tres turistas y el hijo de doña Elsa...
Otro -El hijo de doña Elsa, conocía bien, había nacido aquí...

Parece que ya son ocho...

Ahora seguimos con Leo y Félix, por los papeles de la frontera. Fede se queda, porque es menor y no tiene permiso. Nico y Gastón le hacen la segunda unos días, él vuelve y ellos siguen a Chile. Hace diez días que nos encontramos con Leo, y todavía no hemos hecho el amor. Estuvimos bien cerca, pero en mi pecho había claridad y una voluntad muy precisa. Sabía que no quería dejar acercarse a nadie. Eso va a durar creo, lo que dure. Ahora un bus me lleva al asentamiento hippie más cercano sobre el pacífico. Hoy playa, vino, mariscos y good show.

Día 21
No quiero volver y estoy volviendo. Ahora mismito, varada en Mendoza hasta las dos de la tarde. Son las nueve de la mañana. Días 19 y 20 quedaron cubiertos por una ola verde y azul pacífico. Chile y sus casas de colores quedaron conmigo. La playa y el bosque me dieron lo mejor. Pan casero y uvas bien baratas. Mis postales urbanas me acosan con sus quizás.
Quiero conservar las picaduras de araña, las piedras, el bronceado.
Quiero una cama limpia, una ducha y mi gente.
Quiero todo.
No soy feliz en la vuelta.
Y sé que cuando me vaya para no volver
El miedo va a venir conmigo,
Como ahora.
Que de tanto ir a ninguna parte llegué más lejos de lo que sabía.

Dos mundos al frente y la tristeza inherente a saber que uno
Se acostumbra
Tan fácil
A todo.

sábado, marzo 19, 2005

Maleficio

Miró a la gente a su alrededor como quien escupe una suciedad oscura y pegajosa. Estoy maldecida pensó, aunque quizá se dice maldita. Él pasa y apenas la mira. Agustina se pregunta seriamente si cree en la cuestión penosa del destino, de que hay un destino. Si él y esta oficina son un destino y hasta qué punto un destino inexorable. La alfombra despide un penetrante aroma a cenicero. Hombres y mujeres entran y salen con apariencia fresca o la camisa sudada. Ahora se da cuenta de que quizá el gusto en la boca no sea por haber tomado tanto anoche sino por haber dormido poco. Debe tener cara de resaca, prefiere no ir al baño a constatarlo, otorgarse el beneficio de la duda. Y él. ¿Él qué? Él diría que se trata de un simple aunque poderoso ataque de hígado. Se pregunta por qué debería importarle lo que él piense. Y se calma porque ya no encuentra respuestas para darse. Se acuerda, hace diez años, cuando tenía once, iba a la psicóloga. Muchas veces en el consultorio tuvo esa sensación de no poder seguir rebatiendo sus propios argumentos. Ella decía ?sólo quiero ser normal, no es mi culpa si nunca me gustaron las muñecas?. Pero ahora decide que el tiempo sucederá más rápido si mecaniza su trabajo y persiste más allá de la desconcentración. Le saca punta a un lápiz, vuelve a guardarlo. Toma una pila de papeles de uno de los cajones. Pasa las páginas, hace algunas marcas. Vuelve a dejarlos donde estaban y comienza a escribir mirando fijamente el teclado. Sólo se inquieta en el momento en que él sale de su despacho. Lo ve caminar, lo siente inclinarse y escucha ?...los informes de compras y las cartas para la embajada?. Se dice a sí misma: todo esto no sería nada si no tuviera sueños hasta de los más vulgares para con tu cuerpo. Por ejemplo ahora la oficina se derrite, hay una playa y un atardecer, como en una película barata y taquillera, hay un beso, triunfal y final, el nuestro, pero mejor mecanizar, mejor las cartas y los informes y no querer pensar. Mejor, sí. Porque la idea es no terminar como las viejas de alrededor, pero en el peor de los casos cabe considerar que quizá sea más económico optar por los psicofármacos que vienen en blister de diez comprimidos. ¿Y él? El día que no tenga más pulmones se va a inyectar nicotina para sobrellevar el síndrome de abstinencia. ¿Y qué? ¿qué te pasa? ¿Te conmueve que en facultad haya tenido sueños de libertad para el futuro? ¿O que quince años después se haya olvidado de todo por un escritorio, dos secretarias, una casa, una mujer y un perro? Pero no. No es que se haya olvidado sino que trata de olvidar. Y se le nota. Como Agustina con las muñecas. A él no le va a gustar nunca el golf. A ella le gusta que se le note y sobre todo le gusta saber que su cuerpo conoce y recuerda el exceso, el placer irresponsable, la desmesura, y por más que trate de civilizarlo detrás de un nudo de corbata se le nota. Y así y todo no podés parar. Sí puedo, se dice. Paro, mecanizo, transcribo, puedo anular mi conciencia, así no hay dolor, hasta que él vuelve a salir. Ahora por fin su gesto es sólo para ella. La mira, le dice ?podés venir un minuto, con las cartas por favor?. Ella entra al despacho y se queda de pie. Él extiende la mano, dice algo en voz baja. ?Qué?, pregunta ella como si no entendiera, ?la puerta? y Agustina cierra. Recuerda algo que él dijo en la cama la última vez
- Hay secretos que son fuegos
- ¿Juegos?
Fuegos había contestado él. Su voz es la misma que ahora pero también tan distinta, ella vuelve a ver la oficina de persianas grises y escucha
- ¿Hablaste con la contadora por el pedido de equipos?
- Sí, dijo que hay que rehacer la carátula del expediente y que van a estar para abril.
Pero por favor no me hables de eso. Decime algo lindo o aunque sea algo horrible pero tuyo. Decime si cuando te levantás a la mañana siguiente no la tocás a ella esperando encontrarme.
- ¿Trajiste las cartas?
- Sí, acá están
- A ver...
Agustina se sienta frente a él, del otro lado del escritorio. Para mirarte mejor, se dice y sonríe. Él marca cosas en los papeles que lee. Si despega la vista de sus anotaciones le mira las manos, los hombros el cuello. Nunca la cara, la boca, los ojos. Cobarde, piensa ella. Teléfono, dice.
- ¿Atendés?
Asiente silenciosa. Sí señor jefe ocupado. Atiendo y después de hora se la chupo un poco.
- Tu mujer
- Gracias
Ella se pone de pie. Yo me voy, esto es demasiado. Yo me voy, se encamina a la puerta. Él cubre el auricular con la mano, dice quedate, necesito que corrijas algunas cosas. Retira la mano del tubo, dice hablamos más tarde y cuelga. Ella vuelve a sentarse y permanecen en silencio mirando cada uno su pila de papeles por casi un minuto.
Si me hacés quedarme por favor que sea para decirme que podés. Que hoy hay recreo después de clase.
- Lo que sí, esta semana va a ser imposible. Estoy con muchas cosas y ...
- No hay problema
No, claro que no hay. Lo que sí hay es una lista enorme de candidatos a premio consuelo. Y con un poco de suerte no sea ninguno de ellos. Con un poco de suerte uno de estos días me enamoro de cualquier otro y la próxima vez que me invites a salir en horario de almuerzo rebotás como pelotita de ping pong.
- No te enojes pero...
- No hay problema, en serio.
- ¿ya te vas?
- Sí
- Yo tengo que salir a comprar cigarrillos

Otra vez el ascensor. Por favor no. Como la película pero sin el glamour. Ya no tenemos quince años. Agustina va hacia el ascensor, él la sigue algunos pasos atrás. El ascensor con puertas manuales y sin salida en los entrepisos. Suben, él abre frente al bloque de cemento. Por favor tocame pero no me dejes así. Decime que vas a llamarme esta noche o mañana. O que vas a hacer lo posible. Dame dulce y mentime un poquito pero no me dejes así. Por favor. Él sale. Llegan hasta la puerta de calle y caminan en direcciones opuestas. A modo de saludo él dice nos vemos. Sí, si no nos vemos nos tocamos, ja.

En el colectivo otra vez la gente se pisa, se golpea, suda, se insulta por lo bajo. Ella piensa: encontrar a cualquiera que me de mis veinte minutos de terapia antes de llegar a casa. Y encontrar uno significa simplemente eso. Uno. Sin pretensiones artísticas ni ambiciones de poder. Simple estímulo para la respuesta orgánica. Si tiene que elegir entre oficinista o albañil, sin duda lo segundo. Buenos brazos, nada de miradas huidizas a la hora de las despedidas. Un poco de saludable ejercicio físico. Quizá, a fuerza de tenacidad en la búsqueda encuentre alguno mejor. El colectivo avanza lentamente junto a otros cientos de vehículos que parecen no caber en la avenida. Ella se baja cuando todavía falta casi la mitad del camino. Siente que va a matarse o matar a alguien si se queda ahí adentro. Prefiere caminar. Se detiene solamente a comprar un jugo y un atado de cigarrillos. Va por la vereda procurando esquivar los pies que caminan delante de ella. Observa: espaldas, cuellos, culos caídos de oficina y nalgas rozagantes de gimnasio. El suyo debe estar a medio camino, se siente tentada a mirarse pero no lo hace. Llegando a la esquina ve del otro lado de la calle y ahí está un potencial príncipe azul para hoy. Buen porte, aspecto de elegante delincuente juvenil. Puede que no haya terminado tercer grado pero ella no lo quiere para que recite la tabla del seis. Si se baña me caso, piensa. Si me habla es mío. Si me dice algo es que el maleficio se ha ido.
- Hola
- Hola
- ¿Tenés un minuto?
Él saca una carpeta negra que ella no había visto y ahora la desconcierta. No parece vendedor de teléfonos celulares ni de seguros de retiro.
- Sí
- Mirá, estos son mis análisis...
Y comienza a explicar una serie de cosas sobre la provisión de medicamentos que el hospital no distribuye. Dice que es portador y que tiene una nena de tres años que gracias a dios no está infectada y que si tenés un peso o algo, cualquier cosa ayuda. Agustina revuelve sus bolsillos, le da todas las monedas que lleva. Él le agradece y sonríe. Hace el ademán de acercarse como para darle un beso en la mejilla, pero se interrumpe. Se va diciendo cuidate, sos muy linda.

Ella se aleja y a medida que transcurren las cuadras va sintiendo una especie de alivio mezclado con pena. Se pregunta si será por saber que la maldición ha caído sobre otros con más fuerza que sobre ella misma, pero no cree que sea sólo eso. Es como si los recuerdos del día fueran diluyéndose y su voluntad de venganza para con ella misma también desapareciera bajo un manto de tristeza o de un impreciso sentimiento de devastación. Como si de pronto estuviera muy cansada. Mira el cielo. Sobre el horizonte crecen espesas y oscuras nubes que, cuando las alcance el frío de la noche, serán nada más que agua derramándose en la oscuridad.