viernes, julio 08, 2005

El reloj de cocina

de Wolfgang Borchert*
(Traducción de Sandra De Falco)

Lo vieron acercarse de lejos, porque llamaba la atención. Tenía una cara muy vieja, pero por cómo caminaba se veía que recién tenía veinte años. Se sentó en el banco junto a ellos con su cara vieja. Y luego les mostró lo que traía en la mano.
-Éste era nuestro reloj de cocina -y miró a cada uno de los que estaban sentados en el banco al sol-. Sí, lo encontré. Se salvó.
Sostenía un reloj de cocina blanco y redondo y tocó suavemente con el dedo los números pintados de azul.
-Ya no tiene ningún valor -se disculpó-, también lo sé. Y tampoco es particularmente lindo. Es sólo como un plato, de loza blanca. Pero los números azules se ven tan bonitos, me parece. Las agujas son sólo de lata. Y tampoco funcionan más. No. En el interior está roto, eso se ve. Pero luce como siempre. Aún cuando no funciona.
Con el índice hizo un cuidadoso círculo recorriendo el borde del plato. Y dijo en voz baja: "se salvó".
Los que estaban sentados en el banco no lo miraron. Uno miraba sus zapatos y la mujer a su cochecito de bebé.
Después alguien dijo:
-¿Usted perdió todo?
-Sí, sí -respondió él sin tristeza-, imagínese, ¡Absolutamente todo! Sólo quedó esto.
Y alzó de nuevo el reloj, como si los otros aún no lo hubieran visto.
-Pero ya no funciona -dijo la mujer.
-No, no, eso no. Está roto, lo sé muy bien. Pero si no, está como siempre: blanco y azul.
Y de nuevo les muestra su reloj.
-Y lo más lindo -continuó exaltado-, eso aún no se los conté. Lo mas lindo viene ahora: imagínense, se paró a las dos y media. Exactamente a las dos y media. Imagínense.
-Seguramente su casa habría sido impactada a las dos y media -dijo el hombre con una mueca-. Eso ya lo escuché muchas veces. Cuando las bombas caen, se detienen los relojes. Es por la presión.
Miró su reloj y sacudió pensativo la cabeza.
-No estimado señor, no, ahí se equivoca. Esto no tiene nada que ver con las bombas. Usted no tiene que hablar siempre de las bombas. No. A las dos y media era todo otra cosa, eso usted no lo sabe. Precisamente esa es la gracia, que se paró justo a las dos y media. Y no a las cuatro y cuarto o a las siete. A las dos y media volvía yo siempre a casa. De noche, me refiero. Casi siempre a las dos y media. Esa es la gracia.
Miró a los otros, pero ellos apartaron sus ojos de él. No los encontró. Entonces se dirigió a su reloj:
-Naturalmente tenía hambre, ¿no es cierto? Iba siempre directo a la cocina. Ahí era casi siempre las dos y media. Y después, después venía mi madre. Por más despacio que abriera la puerta, ella siempre me escuchaba. Y cuando yo buscaba a ciegas algo para comer en la cocina, repentinamente se encendía la luz. Ahí estaba ella parada con su saco de lana y su bufanda roja. Y descalza. Siempre descalza. Y encima nuestra cocina era de baldosas. Y entrecerraba los ojos, porque la luz era muy clara. Porque ella había estado durmiendo. Era bien de noche. "Otra vez tan tarde", decía entonces. No decía nada más. Sólo: "¿Otra vez tan tarde?" Y después me calentaba la cena, y miraba como yo comía. En esos momentos siempre se frotaba los pies entre sí, porque las baldosas estaban muy frías. Zapatos no se ponía nunca de noche. Y siempre se quedaba conmigo lo necesario, hasta que terminara. Y cuando encendía la luz de mi habitación aún la escuchaba guardar los platos. Cada noche era así. Y casi siempre a las dos y media. Yo daba por supuesto que ella a las dos y media de la noche me preparaba la comida en la cocina. Lo daba por supuesto. Siempre lo hacía. Y nunca dijo nada más que: "¿Otra vez tan tarde?" Pero eso lo decía cada vez. Y yo pensaba, esto no puede acabar nunca. Lo daba por supuesto. Que todo haya sido siempre así.
En el banco hubo un largo silencio. Después dijo él en voz baja:
-¿Y ahora?
Miró a los otros. Pero no los encontró. Dijo suavemente al reloj en su cara redonda, blanca y azul
-Ahora, ahora sé, que eso era el paraíso. El verdadero paraíso.
En el banco había un gran silencio. Entonces preguntó la mujer
-¿Y su familia?
Él sonrió turbado
-Ah, ¿se refiere a mis padres? Si, ellos también se fueron. Todo se fue. Todo, imagínese. Todo.
Él les sonrió turbado, uno a uno. Pero ellos no lo miraron.
Entonces levantó otra vez el reloj y rió. Y rió:
-Sólo ésto acá. Esto quedó. Y lo mas lindo es que se paró exactamente a las dos y media. Exactamente a las dos y media.
Después no dijo nada más. Pero tenía una cara muy vieja. Y el hombre que estaba sentado al lado suyo miraba sus zapatos. Pero no los veía. Él pensaba constantemente en la palabra paraíso.





(*) Wolfgang Borchert.
Nació el 21/5/1921 en Hamburgo y murió el 20/11/1947 en Basilea, el "poeta de una generación traicionada" fue primero librero, y luego actor. A los veinte años, en 1941, fue reclutado y enviado a Rusia, donde lo hirieron gravemente. Ese mismo año lo encarcelaron por primera vez y se le sentenció a muerte debido a unas cartas consideradas subversivas, donde había expresado sus opiniones sobre Hitler y la guerra. Tras medio año quedó absuelto. Pero ese dictamen significó volver al frente, a Rusia, a pesar de que se encontraba enfermo y débil. Al no poder combatir, fue enviado de regreso a Alemania, considerado un inútil. Durante un corto tiempo trabajó haciendo parodias en cabarets de Hamburgo. Poco antes de terminar la guerra volvieron a apresarlo, en esta ocasión por contar chistes políticos. Regresó a prisión, ahora en Berlín, ciudad que soportaba constantes bombardeos. En 1945 volvió a casa de sus padres, en su ciudad natal, donde padeció los estragos del hambre y el frío. Unos amigos le ayudaron para que se trasladara, en septiembre de 1947, a un hospital de Basilea, Suiza. Allí permaneció hasta el día de su muerte, un par de meses más tarde. En los últimos meses de su corta vida Borchert escribió numerosos relatos, poemas y un drama titulado Draussen vor der Tür (Afuera, ante la puerta), estrenado un día después de su muerte. Es uno de los escritores representativos de la "literatura de escombros", en la Alemania de posguerra. Su biógrafo Peter Rühmkorf considera la obra de Borchert un potente grito, un grito de deseo, de tormento, de bienaventuranza, de desesperación. Todo estaba contenido en ese grito, todo aquello que sólo puede existir en una vida joven. Él insistía en confesar la verdad, en el desengaño de la mentira. La vida de este autor la resumió el afamado escritor alemán Heinrich Böll de la siguiente manera: "Wolfgang Borchert tenía 18 años cuando estalló la guerra y 24 cuando terminó. La guerra y la cárcel habían destruido su alma; lo demás lo hicieron el hambre y los años de la posguerra. Murió cuando apenas tenía 26 años. Dos años le quedaron para dedicarse a escribir y durante ese lapso escribió como alguien que vive en la carrera con la muerte. Borchert disponía de poco tiempo y lo sabía".

miércoles, julio 06, 2005

Demasiado caro

León Tolstoi
Relato verídico (inspirado en Maupassant)

Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyecillo, con su palacio, sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército.
Este es poco numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecillo tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecillo no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecillo. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyecillo de Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.
Desde entonces, todos los aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecillo de Mónaco sabe que eso no está bien; pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese reyecillo. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había sucedido allí tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey. Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyecillo. Este meditó largo rato. ¡Dieciséis mil francos! "¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho. Podrían sublevarse", dijo. Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República, no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El Gobierno italiano les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato; pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no valía tanto dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a reunirse el Consejo. Pensaron en la forma de arreglar esto de una manera más económica. Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un modo rudimentario. Llamaron al general. "¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les enseña." El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. "No, no sabemos hacer esto; no lo hemos aprendido", dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un Comité, una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto. El reyecillo se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un guardia.
Este vigilaba al delincuente y le traía la comida de la cocina al palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el reyecillo hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir así. El reyecillo llamó a sus ministros: "Buscad el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta demasiado caro", les dijo. Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron largo rato. Uno de ellos dijo: "Señores, creo que hay que suprimir al guardián". "El criminal se escaparía", replicó otro. "Si se escapa, ¡al diablo!" Informaron al rey. Este se mostró de acuerdo. Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría. Al llegar la hora de comer el criminal buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina del palacio en solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la puerta tras de sí. Al día siguiente pasó lo mismo. Salía a buscar la comida; pero no se escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de Justicia lo llamó. "¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente: al rey no le parecerá mal". "No le parecerá mal; pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que me vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas como quieran; no pienso irme", replicó el criminal.
De nuevo celebraron el Consejo. ¿Qué hacer? ¡qué solución tomar? El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al reyecillo. "¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como sea", dijo éste. Asignaron al criminal una pensión de seiscientos francos y así se lo comunicaron. "bueno; si me pagan puntualmente, me iré".
Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y abandonó el dominio del reyecillo. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz. En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive apaciblemente.
Menos mal que no delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel toda la vida.